lunes, agosto 31, 2009

Samuel (Chiche) Gelblung

La conversación apareció como consecuencia del aburrimiento que se produce en esas mesetas de las reuniones, cuando se ha pasado por la política, la actualidad general, la televisión, que viene siendo un tema ineludible, y ahí justamente se detiene el cisco sonador, para dar paso a una de mis afirmaciones, aclaro que la mayoría de esas afirmaciones son insostenibles, pero en este caso, como excepción, había argumento, declaro con la solemnidad que el tema merece: “Chiche Gelblung es el hombre publico mas elegante de la Argentina”. Todos, al unísono, se me abalanzaron con distinto tipo de rusticidades, poniendo ejemplos impresentables, y es que la gilada confunde elegancia con estar bien vestido, que son cosas completamente diferentes. Vestirse de gris o de azul (traje azul a las tres de la tarde, ¡¡Por Dios!!) es el concepto de elegancia burgués, novoburgués diría, para neologizarlo.
La elegancia burguesa es discreta por temor, es gris y chata, opaca; el burgués evita sobresalir, y es que siempre hay un punto en que se les nota lo advenedizo, toda burguesía es advenediza, no se permite la libertad de combinación de colores y ritmo que implica la elegancia verdadera, o lo que podríamos llamar, para seguir el juego de las clases, como elegancia aristocrática, esa que no teme llamar la atención.
La elegancia no es discreta, eso es confundir elegancia con sobriedad, a Gelblung le brotan de manera nueva y centelleante la conjunción de gamas, el toque singular ineludible y hasta las medias como scherzo, puedo no compartir, ni pretender para mi determinadas cosas (en el caso de Chiche tenemos diferencias insalvables con la abotonadura del saco) y es así, la elegancia no es masiva ni copiable. Existe una tendencia, un gusto general aceptado, y esta la intuición del que lleva con gracia y sencillez casi cualquier atuendo, que es más natural y fragante que la estandarización a cualquier pertenencia imperante, y no solo en la ropa, porque elegante se es en la vida.
Elegante es también ese amigo que siempre usa remeras (si, esas de cuello redondo) porque están puestas como se debe, originales, en proporción y en el talle adecuado, Georges Simenon decía que pocas cosas empeoran tanto el aspecto de un hombre en su plenitud como un traje estrecho.
Es que la elegancia es, al cabo, una lucha contra la sombra, el aburrimiento y la estupidez.


“Un caballero jamás se viste de marrón”
Jacinto Miquelarena

sábado, agosto 15, 2009

Androceo y Gineceo

En esta época en que eso es casi demodé, en que la liberación femenina ha logrado elevar a la mujer a la categoría de ferroviaria o barrendera, en que el parnaso es de los televidentes o coprófagos, que es lo mismo, gracias al destino de mi soltería reciente, y por la vieja costumbre de unir la soledad a las cosas, asisto a reuniones sociales. Las hay de las mas variadas, y acudo a casi todas, las grandes damas y sus pequeñas cenas (las grandes damas dan poco de comer: la abundancia es una vulgaridad) amigos informales que piden empanadas y cada uno lleva una botella de vino, o aplicadas esposas intentando colocar a su amiga collarona, recién divorciada con tres hijos. Estas ultimas son las mas favorables, ya sabemos a qué vamos, la vida es corta, la paciencia nula; en las otras hay nuevas posibilidades, cuanto mas numerosas son esas reuniones, mejor es la perspectiva, aunque están las conocidas de siempre, esas que es la tercera vez que casualmente te cruzan en un grupo o las intocables y también, las bellas desconocidas, que son la más inquietante y perfumante herborización de una fiesta.
En una, ya no recuerdo cual, me topo con un ejemplar de esos que creía que no existían mas, esas mujeres deseables, que ya no se cuecen al primer hervor, con buen cuerpo, quizá un demasiado arreglo y el gesto esquivo, de esas que ni siquiera sonríe ni sonllora, como decía Juan Ramón, ese aire indiferente, lejos de desviarme, hizo que me acercara; me entero que es una joven profesional exitosa (eso de joven es una galantería, claro) esas mujeres que van por el mundo clamando su independencia tras el cutis de porcelana falsa que tan bien les queda. Rápidamente entablamos una conversación de lo más expansiva, de esas forzadas, llenas de sonrisas seguras y chistes de rigor. Noto que sus preguntas eran arteras, quizá estudiadas, o fruto de la dilatada experiencia, todas se dirigían al lado izquierdo de mi pecho, donde tengo la billetera.
Sacándole misterio al misterio, en medio de lo blanco, la odiosa premeditación hace patente fines oscuros, evidentes pero negros, poniendo precio a sus actos, haciéndose recompensar sus afectos fingidos al hombre, pretende conquistar con la triste apariencia de un juguete roto. Naufragio inverso de rescatarse de la mar del desamparo. Así es como los solos se van quedando más solos.
Nunca entendí si su propuesta era amancebarse o casarse, entendí inmediatamente que tenia que pagar, eso si. Disculpen mi ignorancia o candidez, pero el sentido común o algún otro sentido, recóndito, me obligó a salir corriendo; sin esfuerzo alguno, cuando la beocia es evidente, cuando el truco se muestra descarado, fuera de mayor proceso, porque hay mucho de subestimación en el artificio, nada bueno puede ocurrir; soy un ser moral y no se me puede culpar, todos alguna vez levantamos un tomate y lo creímos una flor. De ahí a regarlo diariamente hay un océano mundo de distancia.
Evoco a esa amiga, casi tan joven como yo, casada con un señor mayor, generoso a la fuerza, convertidor de frotaciones en armiños, pero ella insiste infructuosamente en hacernos creer que él la contiene, que hay una conexión y esas excusas que uno ha escuchado tantas veces en su cama y no me refiero, claro, a las banalidades del freudismo sobre la búsqueda del padre, y asuntos que tan sabiamente resuelve de forma semanal la editorial Atlántida. Los hombres siempre supimos que lo mas barato es pagar. Lo que pasa, y pasará, porque es episódico, es que hay mucho forro suelto que prefiere pagar a sentir, y a que sientan. Es una situación manejable, como la muerte. Fácil, como el funambulismo.
Mas tarde, indago alejado, busco y reclamo, pero no hay un rastro en aquella mujer que nos sugiera el arpa violenta de su amor adolescente y armónico, no hay sensación de frescura y asimetría, de aquella joven desvergüenza, que debió haber, nada; ni siquiera un rapto de ingenuidad, la mínima espontaneidad del deseo al menos.¿Donde ha quedado la bella violencia de las hembras? ¿Sabrán los cerezos alguno de sus secretos?
En el mejor (o peor, decidan ustedes) de los casos, queda claro eso que decía Laforgue: “la mujer, en el fondo, es un ser usual”. Puede uno enamorarse de lo etéreo, de una pollera presta a volar, de las manos gráciles, de un profundo irracionalismo, de una inteligencia felina, de una mirada devastada y prometedora a la vez, de una voz que siempre parece sonar bajo la ducha, y de repente nos encontramos con la nueva señora de García, mucho gusto, el gusto es mío.
O como en este caso, a alguien que dice no resignar su independencia, ejerciendo la facticidad de la vagina emancipada, mientras un boludo paga. O más de uno, mejor.
Como dice un viejo dicho español, es tiempo de callar y coger piedras.


“Lo que defiende a las mujeres es que piensan que todos los hombres son iguales, mientras que lo que pierde a los hombres es que piensan que todas las mujeres son diferentes.”

Ramón Gómez de la Serna

miércoles, agosto 05, 2009

La Cocina son las Manos

La cocina son las manos, me decía Néstor Lujan sentándose, mientras nos emborrachábamos preparando de manera lenta y minuciosa un plato Valaco del que nada recuerdo. Nubes de harina y vapor traspasadas por el sol de la ventana. El era grande, ya estaba en retirada, y yo recién intentaba. Un atardecer barcelonés, con la vista desde la diagonal de fondo, a la manera de una postal barata, como ambiente el murmullo sordo de esposas quejándose por nuestro alcohol y la tardanza. Una íntima trivialidad que perdura en la memoria.
Las especialidades folklóricas, tan vilipendiadas, pasan por ser las preferidas de los gastrónomos modernos, y en esto se emparientan con aquello que toda la vida se supo, no hay mejor plato que el de la casa, el del día, ese elaborado a base, incluso, de las sobras de la comida anterior. Lo natural se transforma en exquisito. La novedad es lo simple, la cocina, la literatura, el amor y los vinos terminan pidiendo licencia de extravagancias, de sofisticaciones, para volver a ser lo que siempre fueron, evocaciones de esencia.
Es la simplicidad de esconder la trama, no es simple un bruto, el bruto es bruto y nada más. Habrá quien le guste.
Ya no se puede andar por las mesas sin que alguien mencione que un vino estuvo en determinada “madera”, o un dejo a fresas silvestres, aromas a incienso, cenizas de quebracho y cosas por el estilo, se me dirá que son modas, pero la pretensión no es moda pasajera, nos quieren imponer el vino, no como sincera orquestación que acompaña a la comida, sino como, y aquí viene la palabra, “maridaje” entre comida y bebida.
Las unanimidades siempre impactan, ya sean nazis, piedras o palmípedos, porque el efecto no es de suma, sino que multiplica, pero la acumulación sofoca; el marketing ha logrado abaratarlo todo, reducirlo a una cuestión de dinero. El dinero es vulgar en sí y hay que tener mucho o tener nada para aprender a disimularlo.
Existe en todo esto abundante novorriquismo y desprecio de barrio por todo lo que propone sensibilidad, matiz, finura, gracia o delicadeza, queriendo disfrazarlo justamente de eso, ahí es donde la trama se desvela. Lo dicen con la impasibilidad que les da la exactitud asentada, como si reconocer un malbec por sobre un merlot implicara un juicio último sobre la naturaleza humana.
Entonces nos desayunamos con que estas personas, nacidas en suburbios, porque eso se nota, no hacían mas que probar las exquisiteces de la nouvelle cuisine, o sea que en wilde no se hace mas que comer lo que dicta Paul Bocuse, como es por todos sabido.
Aquel viejo gastrónomo, Lujan, a secas, para todos y para siempre, me daba la pista huidiza, me pasó la receta de esas manos que los hombres tenemos y vamos dejando por la vida, como alguna vez he dicho por acá, tocar, sentir, desmenuzar, ligar, palpar son cosas que descubrimos con las manos, que debemos hacer con las manos, el evitarlo nos compromete; cualquier otra cosa, es negarse a la espontánea necesidad de dilapidar la vida. Si usted ve a una mujer revolviendo un bowl con una cuchara o similar, y con las manos limpias, saque el revolver inmediatamente, o haga lo que es debido y acometa, ya resignado, la destrucción profunda de la inocencia.
Recuerdo la mesurada gula de comer con una mujer que no ha tenido ni tiempo, ni ganas de vestirse, placer fugaz y evanescente.
Siempre me gustó mirar las manos de ella, manos de mujer, a veces manos de niña, esbeltas en breve, manos que van detrás de un cuerpo tiburoneador, esas manos que saben lo que hacen, también en la cocina. Es que cuesta pensar los manjares en solitario.
El secreto hondo de la comida: estar hecha por personas, para personas, o en singular, lo mismo da, al cabo todos somos parientes numerosos de un mal vino, huyendo de ese cuadro negro, la noche.
Cuentan que Stevenson se murió preparando una ensalada, ágape decoroso. Me reservo el bife con papas fritas, a caballo de ser posible, en un plato de loza blanco, la carne a manderecha, en el opuesto las papas cubiertas, de forma neta, sin la necesidad de presentar nada de manera diferente, como los amores simples y desgraciados.


“N’est pas gourmand qui veut”
Brillat Savarin